lunes, 28 de mayo de 2012

La Rosa de los Vientos



Cuenta la leyenda que una noche de luna llena a los pies de la Alhambra, una mujer cambió su destino desafiando a la tradición y a los ancestros. La historia que estamos a punto de desvelaros trata de Calipso y su lucha por alcanzar su sueño antes siquiera de saber cual era éste.

Calipso era una mujer de raza gitana, nacida en Las Alpujarras, en plena Sierra Granadina. Sus ojos eran grandes y rasgados, verdes como los campos de olivo de Andalucía, su mirada era infinita, profunda y eterna, y su pelo negro y ensortijado como el azabache más puro.
La escena que vamos a relatar comienza con nuestra protagonista en el Paseo de los Tristes... era una cálida noche de verano y la luna reinaba en el cielo bañando a La Alhambra de unos destellos plateados y dotándola de una magia y encanto especiales. Nuestra gitana bailaba descalza con los sones de una guitarra y una voz rota con sabores añejos. La música que sonaba era tan antigua como el mundo mismo, era el llanto de un pueblo reprimido y castigado durante siglos. Calipso se movía al son del viento, moviendo la cintura y las caderas como pocas personas eran capaces de hacerlo... su ceño se fruncía y sus manos se agitaban Sintiendo cada nota y cada silencio.

Esta estampa sin duda causaba curiosidad en las gentes que por allí pasaban, y se paraban uno tras otro a contemplar tan bello espectáculo. En un determinado momento, un grupo de soldados que paseaban en su día de descanso pasaron por allí y se pararon a ver qué sucedía, a qué venía ese revuelo.
Entre ellos estaba Manuel, un muchacho de apenas 18 años, proveniente de un pequeño pueblo marinero de Cádiz rodeado de marismas. Su propio país le había arrebatado su vida para servir en una guerra que no era suya. Pero allí estaba, haciéndolo lo mejor que podía y que sabía. Y de pronto sus ojos se clavaron en ella. Y ella dejó de bailar.

La gitana paró con los últimos acordes de la guitarra y alzó la vista sobre la multitud para aterrizar en los ojos negros y profundos de Manuel. Con la respiración agitada aún por la danza, salió del círculo con la excusa de ir a refrescarse con un poco de agua. Sin saber muy bien cómo y por qué, él corrió detrás de ella a una fuente cercana. El sol se posaba para dormir en el perfil majestuoso de La Alhambra y el viento susurraba tenues voces de las conquistas de un pasado musulmán, contando leyendas de cuando Al-Andalus era el centro del mundo.
- Hola gitana guapa, me gustaría tener el privilegio de saber tu nombre para agradecerle a la Virgen de Palomares que estés en este mundo - le inquirió Manuel con cierta timidez.
- ¿Y qué más te da saberlo? ¿Acaso una Rosa con otro nombre no exhalaría el mismo perfume? - contestó ella con un tono hermosamente salvaje, propio de su raza.
- ¡Rosa! Pobrecita mi novia Rosa, hace ya casi dos años que no la veo - pensó él para sus adentros, rememorando amores olvidados y tiempos más felices. - Tu eres más bonita que las flores del campo, y más delicada al mismo tiempo que todas ellas. Sin duda, sabiendo tu nombre conoceré todos los misterios del cielo - susurró él acercándose levemente al oído de la gitana.
- Está bien soldado. Si yo te digo mi nombre, ¿tú qué me das a cambio? - respondió Calipso mientras miraba fijamente el colgante que llevaba al cuello Manuel: una Rosa de los Vientos que según parecía, era de generaciones pasadas... de un valor monetario y sentimental incalculable.
- ¿Mi colgante? ¿Quieres mi Rosa de los Vientos? Es un regalo muy especial, no puedo, no es posible, no pue... - los ojos de la gitana se clavaron en los suyos, haciendo ver otros mundos, otros tiempos y otras historias... Y olvidándose de lo que quería decirle, en un gesto involuntario, se quitó el colgante y se lo dio sin rechistar para descubrir con sorpresa al hacerlo lo que acaba de hacer.
- Calipso, ese es mi nombre - exhaló la gitana con una voz más propia de los árboles con el viento que de un ser humano.
Mientras, en el círculo, la gente volvía a animarse al volver a escuchar los soniquetes y las voces del grupo, que reanudó la actuación improvisada. Y La Alhambra y la Luna bailaron juntas a las orillas del río...

Calipso cogió al soldado de la mano y lo llevó bosque adentro. La Rosa de los Vientos colgaba ahora del cuello de la gitana, y así tendría que ser hasta que llegase su hora final. Allí hablaron durante horas hasta que llegó el primer beso... y así, con los árboles destellando la plata de la luna, las estrellas guiñando sus ojos y el suave ulular del río, se entregaron el uno al otro en una danza sin final hasta la llegada de la aurora.

Desde aquel momento, el soldado no volvió a ser dueño de su alma. Antes su espíritu pertenecía al mar y a las marismas, y ahora pertenecería a la Diosa que los regentaba a ambos: a la gitana Calipso.

El tiempo inexorable pasó, las estaciones cambiaron y el río se congeló. Volvieron a florecer los campos y cayeron de nuevo las hojas... hasta que una tarde, Calipso volvió al Paseo de los Tristes.

De pronto sintió un peso en su cuello. Era Soledad, el fruto de aquella noche de verano con Manuel, de la que hacía ya un año y medio. Soledad era una preciosa niña, rubia como las candelas y con una mirada viva pero negra, como los ojos de su padre. El peso que sintió Calipso no era más que la niña tirando de su colgante, de la Rosa de los Vientos que el soldado le dio (o ella le arrebató) aquella noche. ¿O tal vez era algo más? La gitana echó la vista atrás y recordó los tiempos de desdicha y deshonra que llegaron tras la partida de Manuel. Su familia la repudió por quedarse en cinta de un hombre desconocido, de fuera de su clan, y que encima ni sabía de dichos acontecimientos. Calipso estaba sola con su hija, repudiada, triste y amargada, y entonces entendió que la niña le estaba intentando abrir los ojos.

Había llegado el momento de ponerse en marcha e ir a buscar esos ojos negros...

A la mañana siguiente Calipso cogió a su hija tras hacer una pequeña maleta con sus pertenencias y dejó Granada poniendo rumbo a aquel pueblito gaditano, a su destino, a su futuro, enfrentándolo con la cabeza bien alta, fuera cual fuese la respuesta.

Pero aquella mañana el cielo de Cádiz era gris y hacía un viento muy incómodo. Rosa corría como cada día hacía el monte más alto del pueblo para esperar a que llegara su novio de la guerra. Llevaba tres años subiendo allí cada mañana, y tres años también volviendo sola y rota por dentro tras esperar todo el día junto a aquel árbol y junto a aquel rosal.
- Virgencita, tráemelo de vuelta sano y salvo. Esta angustia me está matando. Y protégele con mi Rosa de los Vientos, enséñale el rumbo a casa, ayúdale a volver conmigo para que nos podamos casar y formar una familia - gritó Rosa mirando desesperada al cielo hostil.
Bajó la vista al suelo con lágrimas en los ojos y de pronto, el milagro ocurrió. A lo lejos, una silueta andaba con paso cansado pero decidido por el camino de entrada al pueblo. ¡Era él! ¡Manuel había vuelto a casa! Rosa corrió ladera abajo como un potro desbocado hasta caer bruscamente en los brazos de su soldado.

Al abrazarlo sintió un quejido frío y seco que le rasgó el alma en dos.

Rosa le abrazaba, le besaba las manos, los pies, la cara... era como un sueño del que no quería despertar. Le miraba a los ojos pero no encontraba aquel muchacho que marchó hacia la guerra hacía ahora tres años. Lo achacó a los horrores que habría tenido que ver durante ese tiempo, sin saber que aquella idea estaba muy lejos de la realidad.
- Rosa, cuánto me alegro de verte, pero estoy muy cansado y necesito ver a mi familia, a mis padres y a mis hermanos. Vayámonos para el pueblo y mañana te cuento todas mis aventuras, algunas dulces y otras muy amargas, que he vivido en esta pesadilla que ha sido la guerra - dijo él.
Ella asintió con la cabeza mientras reparaba una ausencia en el pecho de su novio: el colgante no estaba. Aún así prefirió no preguntar. - Lo habrá perdido en la guerra, no quiero recordarle ninguna atrocidad pasada - pensó Rosa para sí misma.

Durante dos días y dos noches, Manuel relató a su novia y a su familia todas las barbaridades que había vivido... A kilómetros de distancia, Calipso avanzaba con paso seguro por la geografía andaluza camino de un encuentro que Manuel ni siquiera era capaz de imaginar.

La gitana cruzó montañas y ríos, de día y de noche, a pie y a caballo, hasta que al tercer día, llegó a las marismas. Había encontrado el pueblo de Manuel. Preguntó a los vecinos hasta encontrar su casa, y se plantó delante de la puerta, con su hija Soledad en brazos envuelta en un pañuelo. Estaba petrificada. No es fácil darle la cara a tu destino.

Pero de repente escuchó la voz de una señora desde dentro de la casa - ¿Quién anda ahí? - dijo.
Aterrorizada por el miedo, Calipso dio un paso al frente entrando de lleno en la casa para encontrarse con una mujer que la miraba como si supiera todo lo que a continuación iba a pasar.
- Siéntate y cuéntame quién eres, y a qué vienes - dijo la mujer con un tono templado y profundo.
La gitana rompió a llorar, la mujer se acercó y le acarició la espalda para tranquilizarla, y cuando lo hubo hecho, Calipso le contó toda la historia. Aquella mujer era la madre de Manuel, la abuela de Soledad.
- Desde el primer momento que mi hijo pisó esta casa, supe que no era el mismo que se había ido hace tres años. Todos lo achacaban a la guerra, pero yo sabía que no era así... sus ojos reflejaban otros ojos y no eran los de Rosa. Su colgante ya no estaba y él estaba preso de un secreto incapaz de desvelar: un secreto de amor. Ahora sé que ese amor eres tú. Y además vienes con un regalo de niña en tu regazo.
Vienes con tu Soledad para enfrentarte a tu destino.

La gitana estaba más aliviada al ver la comprensión de aquella mujer, y juntas urdieron un plan para cuando llegara Manuel.
Pero el destino, que a veces es muy malévolo, hizo que aquella tarde Manuel no volviese a casa solo, sino con su novia Rosa. Entraron en la casa, y fue entonces cuando el soldado vio a la niña...
- Mamá, ¿quién es esta niña? Es la niña más bonita que he visto en mi vida. ¡Qué ojos! - pronunció Manuel inocente.
- Sus ojos te son familiares, ¿verdad? ¿Acaso no los has visto antes? - contestó su madre mientras giraba la cabeza para llamar a la gitana y que ésta saliese de la habitación donde se había escondido.
- ¡Calipso! - gritó incrédulo el soldado sin dar crédito a lo que estaba viendo.
Los segundos pasaron como si fueran horas. Manuel entendió lo que estaba pasando y en cierto modo se alegró, pero Rosa estaba allí, cogida aún de su mano. Entonces la miró, sin atrever a pronunciar palabra.
Rosa al principio no entendía nada, hasta que se fijó en la escena y la analizó rápidamente en su cabeza. Vio como aquella bruja gitana, de cuyo cuello colgaba la Rosa de los Vientos, miraba a su novio, vio los ojos chispeantes de Manuel, aquellos que un día la miraban a ella y que ahora miraban a otra. Vio a la niña, al fruto y confirmación de todo aquello... y entonces soltó la mano del soldado, y dio un paso atrás rompiendo a llorar desconsoladamente.

Tras unos instantes eternos, Rosa carraspeó y dijo con un fino hilo de voz:
- Los caminos del Señor son inescrutables. Aquella mañana que te vi partir hace tres años supe que nunca volverías a ser mío. Creía que sería la guerra la que te arrebataría de mis brazos, pero no ha sido así. De todos modos, no me equivoqué. Esta semana cuando te vi volver, quise creer que estaba equivocada, que la vida me había dado una segunda oportunidad, que el destino te había devuelto a mí y que seríamos felices juntos. Hasta que vi tu cara y miré tus ojos... ya no quedaba nada de aquel que marchó - dijo Rosa, haciendo una pausa acto seguido que pareció toda una vida - No puedo luchar contra esto. Ella te pertenece y tú le perteneces a ella. Vuestro amor ha dado fruto y ahora tenéis que andar juntos hacia la eternidad. No quiero que digáis ni una sola palabra. Ahora me voy a marchar y nunca más volveréis a saber de mí.
Rosa se dio la vuelta cabizbaja, con los ojos inundados de lágrimas, y salió de la casa. Anduvo y anduvo hasta salir del pueblo. Llegó al árbol del monte más alto del pueblo donde un día imploraba a la Virgen por su amado, llegó al rosal que había bajo sus ramas y allí se durmió para nunca más despertar. Era una cálida noche de verano, la luna bañaba el monte y teñía el pueblo de plata...

Cuenta la leyenda que cada año, en el aniversario de ese día, aquel rosal amanece cubierto de gotas de rocío, que no son más que las lágrimas que Rosa vertió por su amado hasta desvanecerse en la noche de los tiempos.


Agustín Ventrue VNS

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